Miro
el cielo, obra de tus dedo, la luna y las estrellas que has fijado, ¿qué
es el ser humano para que te acuerdes de él, el hombre para que de él
te ocupes? (Salmo 8:5)
La gracia de Dios, no
solamente es escandalosa, es también absurda; no tiene ningún sentido
que el Señor haya escogido a una persona como yo; no hay nada valioso ni
digno para aceptarme como hijo suyo. El apóstol Pablo lo afirmaba con
rotundidad cuando nos decía en la carta a los corintios que Dios ha
escogido a lo vil, a lo menospreciado y carente de valor a los ojos de
la sociedad. Tiene toda la razón porque cuando me miro a mí mismo no
puedo comprender, no puedo procesar el porqué de mi elección, rompe
todas las leyes de la lógica y del sentido común; seamos realistas ¡Yo
no me escogería a mí mismo! No lo haría porque soy demasiado consciente
de cómo soy, me conozco excesivamente bien a mí mismo.
Pero la elección de
Dios, su deseo de relacionarse con la humanidad todavía contrasta más
cuando tenemos esos pocos pero reveladores momentos en que
podemos percibir toda la grandeza del Señor y la realidad de nuestra
pequeñez. Cuando esto sucede, lo verbalicemos con nuestras palabras o lo
sintamos en nuestro corazón, es cuando tenemos experiencias como la que
el salmista describe en el salmo 8. Experiencias de gran humildad, de
plena conciencia de la grandeza de Dios y nuestra propia pequeñez; de lo
incompresible del amor del Señor hacia sus criaturas; experiencias en
definitiva que nos mueven, o deberían hacerlo, a una profunda gratitud
hacia Él.
El
salmista, como bien lo describe en sus escritos, ante la grandeza de
Dios responde con una clara conciencia de su pequeñez e indignidad ¿Cómo
respondes tú? ¿Qué implicaciones prácticas debería tener eso en tu
vida?
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